martes, 10 de noviembre de 2009

LAS OTRAS VÍCTIMAS



Carlos Jaramillo* se levantó en la mañana del 21 de junio sin pensar siquiera que sería la última.
Después de darle los buenos días a su mujer e hijos y lavarse los dientes, bajó las escaleras como estaba vestido, con una pantaloneta azul clara y chanclas, tomó una taza de café, y se dispuso como todos los sábados, a regar las plantas del antejardín de su casa. Hasta allí se dirigieron dos hombres que luego de intercambiar un par de palabras con él, cegaron su vida a balazos. Cayó boca abajo. Así lo encontró su familia, cuando luego de los disparos, se apresuraron a salir de la casa. Ya había fallecido, cuando su pequeña hija Clara, en medio de gritos de dolor, suplicaba que llamaran a una ambulancia porque su papi aun estaba vivo, que no lo dejaran morir. Esta es solo una de las historias que día con día se repiten en muchas familias desde que comenzó, hace poco más de dos años, la guerra entre dos bandas emergentes de narcotráfico que tiene sumido al Bajo Cauca antioqueño en una atmósfera de terror, sangre y muerte.
Esta guerra sin cuartel deja en lo que va corrido del año hasta el 9 de septiembre de 2009 en Caucasia, (esta estadística no incluye datos de asesinatos ocurridos en 2007 y 2008) 98 víctimas, según el Mayor Julio Martínez, comandante de distrito de La Policía Nacional; cifra que contrasta la de Medicina Legal, de 257 decesos por muerte violenta, para mismo periodo de tiempo.
Pero no son sólo los asesinados las victimas que deja esta guerra. Basta con ir un domingo cualquiera a uno de los dos cementerios de municipio, para ver la cantidad de nuevos huérfanos y viudas que semana tras semana, asisten a estos sitios a llorar a sus muertos como medio de consuelo para su dolor.
Y es que en la mayoría de los casos, visitar la tumba de su familiar es el único consuelo que les queda, porque estos asesinatos pasan y siguen pasando, sin que se encuentre o juzgue responsable alguno. Y esto en el caso de los que por lo menos tiene el consuelo de poder llorar sobre la tumba de su ser querido; pues muchas de otras familias han tenido que abandonar la región. Y sigue aumentando el número de niños y jóvenes que crecen en medio de esta violencia, con el recuerdo de haber visto a su padre o madre asesinado y tendido en el piso.
Ellos son esas otras víctimas que no recogen las estadísticas y que sumado al hecho de tener que subsistir sin el amparo de sus padres, tienen además que lidiar con el dolor de su pérdida, los sentimientos de rabia y frustración y el estigma de ser un hijo de la violencia. Porque luego de padecer el dolor del suceso, tienen que enfrentar los comentarios y corrillos acerca de los motivos de su tragedia; que si pasó es porque el fulano algo debía o en algo raro estaba metido, olvidando que nada justifica el homicidio de ningún ser humano.

Ahora las preguntas son, ¿qué pasará con estos muchachos? ¿Continuarán esta senda de violencia o tomarán otro camino? Amanecerá y veremos.
*Los nombres son ficticios.

CONTRATO DE PLACER


El volumen de la música sube paulatinamente, el sol se esconde lentamente y la noche comienza a caer. Todo se transforma, el olor a río se entremezcla con el olor a alcohol, a sudor, a piel. Inicia el fin de semana en Caucasia y esta luna de viernes trae consigo el desenfreno, el bullicio, a efervescencia.
Ella aún no sale de su casa, sentada frente al espejo da los últimos toques a su disfraz; atrás queda la colegiala de dieciséis años para dar paso, tras una cortina de maquillaje y ropa a justada que mal disimulan su edad, a la mariposita nocturna. No la obliga la necesidad, es más, asiste al colegio y pronto se graduará de bachiller; la atrae el placer y por supuesto, el dinero. No es muy alta, de cuerpo menudo, morena de cabellos lacios y largos con aires de India catalina.
Sabe a ciencia cierta qué hará esta noche, lo que no sabe con certeza es con quien, ni con cuantos, pero sí que es ella quién elegirá al o los afortunados.
Tras una semana de arduo trabajo en la mina, él sale en busca de placer. No quiere llegar aún a su casa, donde lo espera su joven esposa; prefiere hacerle creer que se encuentra todavía en la mina y echarse una canita al aire. No tiene más de cuarenta años y ya es dueño de su propio entable. Su negocio marcha a la perfección por lo que puede darse ciertos lujos, sólo que el de montar, una camioneta de lujo, a una linda jovencita y ahogarse en whisky hasta el amanecer.
No le gusta rumbear en la avenida Pajonal, detesta a las malas imitaciones de muñeca barbie que se pasean alardeando de sus atributos y que al fin de cuentas, ponen al servicio del dinero lo mismo que las muchachas más sencillas del centro: su cuerpo, aunque mucho más caro.
Decide llamar a un par de amigos e irse a tomar a uno de tantos negocios que inundan la calle principal del Caracolí. Se sienta y pide una botella de aguardiente, luego otra y otra mientras departe con sus amigos y se adentra la noche. De pronto la ve, ella está sentada con dos amigas mayores tomando cerveza y analizando el lugar en busca de su primer cliente. Sus amigas lo conocen y saben que paga bien, que es respetuoso y que si queda amañado, repite el encuentro un par de veces más; es un cliente seguro. Pronto el grupo se percatan de las miradas furtivas que él lanza de vez en cuando a la mesa y una de ellas decide acercársele. Él la rechaza y le dice que llame a la otra, a la sardinita y ella así lo hace.
Basta con que se siente en la mesa para que inicie la transacción, no cruzan más de diez palabras para organizar este contrato donde, al parecer, todos salen ganando. El encuentra lo que busca, placer y ella obtiene lo que necesita, dinero. No se trata de nada más. Aquí no está en juego el amor, por lo tanto no es necesario un complicado ritual de atracción y apareamiento. No están en juego los sentimientos, terminado el acto si te vi no me acuerdo, en fin, no compromisos más allá del suministración de un servicio y el pago por este…